Con sable en mano se las gastaban en otras épocas para la defensa del honor. Uno defendía su orgullo herido cuando la dama que amaba era presa de las manos de algún indeseable. O cuando algún borracho te lanzaba improperios en un bar. O incluso cuando alguien te miraba de reojo al pasar por su lado en la calle.
Eran otros tiempos. Por entonces la defensa de lo propio se basaba en uno mismo y en cuánto apreciaba su vida y la de la gente que le rodeaba. Y aquello se defendía hasta el final. Hasta la muerte:
-Nos vemos al caer la noche tras la Iglesia de los Dominicos.
-¿Y eso por dónde cae?
-Detrás del mercadona, cojones. Que parece que no eres de aquí.
-Pues allí te veo, chulo.
Y así, sin miramientos, se quedaba para batirse en duelo con la mejor espada que uno tuviera. Allí, se miraban a los ojos en una temprana despedida. Saludando con los floretes y haciéndose una reverencia comenzaban a bailar las espadas. Sin más testigos que ellos mismos y la muerte que esperaba a uno de ellos en cualquiera de las esquinas de la calle. Así sin más empezaba y terminaba a la vez.
Y uno de los dos moría mientras el otro salía victorioso y salvador de su honra. Su orgullo limpio y su traje lleno de sangre derramada por el contrario. Y así defendía uno su honor: por una dama, por una trifulca familiar, por una deuda impagada o por ofensas lanzadas por un borracho. Se defendía el honor por cosas serias y no porque algún chaval de la época te hicieran un meme de los que tanto se habla últimamente.