Lo que siempre quise ser

Desde pequeño ya sabía lo que quería ser cuando tuviera plenas aptitudes mentales: cabaretera. Al principio parecía que lo conseguiría pero un fatídico día de octubre de 1986, en un ensayo, giré demasiado una pierna cuando la estaba cruzando sobre la otra, y terminé con un testículo estrangulado. Afortunadamente, los médicos hicieron un magnífico trabajo, y hoy en día ni se me nota la cicatriz del testículo de goma que me implantaron.

Evidentemente, todo cambió desde aquel momento. Sabía que ya nunca llegaría a ser una cabaretera de élite teniendo un huevo de goma. Fue una verdadera pena porque a los seis años ya me gustaba fumar cigarrillos finos y alargados, con boquilla y mis guantes hasta la mitad de los brazos puestos. Y en los camerinos me lo pasaba genial con el resto de mis compañeros. Algunos llegaron a participar como dobles en Moulin Rouge pero esa vida no era para mí. Demasiado alcohol y perversión [1]. Yo estoy mucho mejor aquí en casa. En mi sofá [1]. No me quedó más remedio que cambiar radicalmente de idea y dejar mi vida de cabaretera. Decidí que debía establecer otros horizontes y buscar nuevas metas. El destino así lo quiso. Cuando mi padre me preguntó que qué probabilidad tendría de triunfar en la vida, lo vi claro y empecé a prepararme concienzudamente para ser estadístico.

Los primeros días fueron apasionantes. Me encantaba pasar el tiempo con mi calculadora. Era una de esas con impresora con papel en la parte trasera. El ruido que hacía al imprimir me apasionaba, y pasaba las horas y las horas imprimiendo sucesiones de números que no valían para absolutamente nada. Aquello solo me sirvió para darme cuenta de que me encantaba permanecer sentado durante largas horas [1] y para hacer como si no pasara nada cuando alguien me llamaba. Yo solía disimular como si no fuera conmigo y alegaba que mi preciosa calculadora me había impedido escuchar a quien fuera.

La calculadora murió. Se le agotaron las pilas y del terrible enfado que cogí, la lancé a tomar viento fresco por la ventana que daba a la plazoleta donde solía jugar con mis amigos. Cuando me di cuenta de que podría haber comprado otras pilas ya era demasiado tarde. La calculadora se la habían llevado y arreglado con cinta americana. Las lágrimas no me dejaban ver como Rafalito estaba disfrutando ahora del tacto de sus teclas. Tuve que volver a cambiar de idea.

Lo siguiente que rondó mi cabeza fue ser bombero-torero pero me echaron por alto, así que me apunté a un equipo de baloncesto y de allí me echaron por bajo. ¡Maldita vida esta! ¡No se aclaraban qué hacer conmigo! Volví a pensar qué hacer ahora, y me acosté a descansar porque estuve toda la mañana yendo de un sitio para otro y estaba cansadísimo.

Acostarme me vino bien para decidir mi siguiente objetivo en la vida. ¡Quería ser probador de colchones! Y allí que me fui a probar colchones. Empecé por lo básico: primero probé el colchón de la cama de mis padres, luego el de mis abuelos y por último uno que trajeron mis tíos del pueblo que esos suelen ser siempre más duros.

Tras setenta y seis horas consecutivas del sueño, me fui a la entrevista de trabajo bien entrenado, porque hoy en día hay mucha competencia para cualquier puesto y tenía claro que éste tenía que ser para mí. Pues lo conseguí pero me despidieron a los dos meses porque me quedaba dormido en mi puesto de trabajo cuando explicaba a los clientes cómo tumbarse en los colchones. Tengo el problema ese conocido como “ojos de muñeca” y en cuanto me tumbo, se me cierran y me quedo frito.

Salí de allí con la cabeza bien alta y unas legañas enormes. Indeciso, me puse otra vez a meditar sobre mi futuro y decidí hacer algo relacionado con las oficinas y dejarme de tanto invento. Me contrataron como responsable [1] del departamento de compra-venta de cestas de navidad. Esto ahora no tiene sentido porque ya no se regalan cestas pero en su momento estuvo en auge. El trabajo de oficina empezó a hacerse demasiado duro para mí. Se me daba fatal colocar los chorizos de la cesta. Yo lo hacía tal como se ponen en el hemiciclo pero no paraban de echarme la bronca. Al final el trabajo se convirtió en una auténtica pesadilla y solicité un cambio a otro departamento. “No encajas en la organización” me dijeron.

De ahí me fui a portero de casino. Eso sí que fue una gran época. Ganaba dinero a espuertas con las propinas por aparcar el coche y por callarme [1] las cosas que veía. Siempre me venía la gente a decir “chico, tú de esto ni una palabra” y me soltaba un billetazo enorme de mil pesetas. Aquello fue una época maravillosa pero mi salud empezó a resentirse de tantas fiestas y tanto ajetreo a altas horas de la noche.

Tuve que reconducir otra vez mi vida y buscarme una profesión de verdad. Algo que me hiciera mejor persona y que me alejara de los casinos. Centré todas mis fuerzas en poder ser enterrador. No me gustaba mucho esa historia la verdad, pero al menos tenía casi asegurado el no tenerme que llevar trabajo a casa. Un día lo tuve que hacer y le dije a mi mujer: “No cariño, es solo hoy. Que allí me da miedo quedarme a echar horas extras y tengo que arreglar a este hombre para enterrarlo mañana a primera hora”. El enfado fue bestial. Me mandó al sofá, claro.

Lo dejé también. Era incompatible con la vida familiar. Los dos siguientes años los dediqué a aprender rumano y a tocar el acordeón. No aprendí nunca a tocarlo, así que como sabía algo de rumano, me puse a recoger chatarra. Por aprovechar.

Mi vida ha sido un sinfín de vueltas. Un ir y venir en el que no he podido asentarme en nada porque todo lo que me podía salir mal, me ha salido peor. Una vida en la que he conocido a mucha gente y que a lo máximo a lo que he podido aspirar, ha sido a escribir de 140 en 140 caracteres. Bueno, y también estas líneas aburridas y de poquísima calidad [1 ó 2].

[1] Falso

[2] Verdadero